La tomo de la mano. Aunque está pegajosa de dulce de leche, no importa porque es la Omi, mi amiga muy amiga. Ella me mira con la cara de hacer travesuras, sonríe y le decimos “chau” a nuestras mamis.
Al jardín de infantes vamos atravesando el campito; una cuadra que no tiene casas, sino pastos amarillos tan altos como nosotros. Solo se ve el chufo paradito de la Omi que sobresale. Ella parece más grande, pero no; es el chufo. Además, yo ya casi tengo seis.
— Bueno, ya está, Pali —dice pispiando la vereda—, ya no nos ven. ¡Vamos!
Desandamos el camino hasta la esquina. Entre el ligustro y la planta de bolitas verdes (esas que usamos para la gomera) habíamos escondido mi triciclo, mi escopeta y una cartera vieja de la Omi. Nos subimos los dos y le digo:
— ¡Agarráte fuerte!
Ella me abraza y arrancamos. Pedaleo a todo lo que da hasta el final del barrio. Las ruedas van saltando por la vereda y la vibración nos hace picar la nariz.
Mi amiga señala con el dedo:
— Che, debe ser acá… dijeron en el canalito.
Nos bajamos del triciclo y caminamos por el costado del canal mirando todo. Está oscuro porque los árboles dan sombras grandes. Hay tanto barro que se nos hunden los pies. Yo voy adelante, apuntando con la escopeta.
— Mirá, Omi, allá hay cartones… y un fogón… el hombre de la bolsa debe vivir ahí.
— ¡Vamos! —Ella me lleva a los tirones. “¡Esta Omi…!”.
Hay unas frazadas roñosas tiradas sobre los cartones, una pava requemada y una lata con sobras de comida. Miro adentro y me dan arcadas. Todo huele mal.
—¡Ay, Pali, qué flojo! Che… mirá acá: ¡una montaña de huesos! Serán de los chicos que se come –dice ella poniendo voz de grande.
—¡¿Qué están haciendo acá?! —truena una voz detrás de nosotros.
Me parece estar viendo al diablo y creo que se me escapa un poco de pis. Veo un linyera rotoso, con pelo largo gris, una gran bolsa de arpillera en un hombro y un cusquito en el otro. Alrededor hay otros perros que nos ladran. La Omi se pega a mí y yo levanto la escopeta. ¡Lástima que sea de juguete!
—¡No se acerque!
—¡Por favor, no me dispares! —dice, riéndose, el hombre de la bolsa.
Los perros se calman. Él baja el atado y se sienta en el piso.
De pronto la Omi me da un codazo en la panza y dice despacito:
—¡Mirá la bolsa; se mueve! ¡Seguro tiene algún chico adentro!
Se abalanza sobre el atado. El hombre le frena la mano y la mira directo a los ojos.
—¡Tené cuidado!
—¡Déjela… y suelte a ese chico! —gruño y lo miro lo más feo que puedo.
—¿Creés que tengo a un chico acá? —carcajea—. ¿Quieren ver lo que tengo?
Abre la arpillera y saca un puñado de gatitos bebé.
—Los tiraron a la basura en una bolsa de plástico —dice y los acomoda cuidadosamente sobre la manta. Una perra grande se acerca y comienza a lamerlos—. Ella los va a cuidar.
***
Volvemos embarradísimos, orgullosos y más compinches que nunca. Hasta me parece ver que mi sombra es ahora más alta que el chufo de la Omi.