Suena el teléfono fijo en mi casa de Atenas. Yo estoy dándome un baño de inmersión y mientras tanto tomo mate. Me levanto a toda prisa, chorreando jabón, agarro la toalla al vuelo y con el movimiento tumbo el mate dentro de la bañera. ¡Qué boluda!

—¿Quién será a esta hora? —pienso. Me apuro, llego antes de que se corte.

—Hola, sí, ¿quién habla? ¿Horacio? ¡Qué sorpresa! ¿Cómo andás? —Horacio había sido mi compañero de tango tiempo atrás. Era un querubín sin edad. Con rulos rubios y enormes ojos verdes que parecían siempre asombrados. (¿Se habría hecho un lifting?).

—Sí, te escucho…  ¿En Londres? Ah, claro el Festival… ¡Uy, qué macana, pobre! ¿Se hizo mucho mal? Un favor, sí, no sé, bueno, claro, lo intento, ¿cuándo es? ¡¿Ya?! Bueno, está bien, me organizo, reservo el pasaje y te escribo, ¿ok?

No puedo creer mi suerte. Mi amigo Horacio tenía que actuar y dar clases en el festival internacional de Londres, el evento más importante de tango en Europa a principios del milenio. Como su compañera se había lesionado me pedía que lo acompañara yo. Sería un honor, y toda una aventura.

Una semana después aterrizo en Heathrow como a las once de la mañana. Con cara de feliz cumpleaños y resplandeciente, llego al control de migraciones, como si los pasillos del aeropuerto fueran una pasarela.  Allí me recibe una chica jovencita con aspecto hindú.

—¿Cuál es el objetivo de su visita?

—Vengo a visitar a mi prima y a conocer Londres.  

Era una verdad a medias, mi prima Mari vivía realmente en Londres y yo pensaba encontrarme con ella. Le muestro a la agente la dirección y el teléfono de ella.

—¿Dónde se alojará usted?

—En el hotel President en Bayswater.

Le muestro el mail impreso con la confirmación de la reserva.

—Ok, vamos a llamar para corroborar que la estén esperando. 

Delante mío marca desde el mismo mostrador y llama. No escucho bien lo que pregunta, me mira seria, sigue preguntando, me vuelve a mirar con reprobación. Mmm, mala señal. Se me congela la sonrisa, no me gusta su expresión. Cuelga.

—Necesito chequear su equipaje —dice.

Era el principio del fin. Como el viaje había sido organizado a las apuradas, no había habido tiempo de gestionar el permiso de trabajo temporal para el Reino Unido. Me habían indicado que si me preguntaban no tenía que decir que venía a trabajar al Festival, sino que venía a hacer turismo. Y eso había hecho. ¿Qué habría pasado? ¿Y ahora?

La empleada pone mi único equipaje, un portatrajes (para colmo) sobre un mostrador bajito y lo abre. Un fulgor de lentejuelas, purpurina, charol y canutillos la encandila.

—¿Y esto? —dice señalando mi ajuar kitsch de bailarina profesional de tango.

—Mi hobby es el tango. En estos días se desarrolla un festival aquí y yo voy a participar de las milongas y los shows. 

Otra verdad a medias.

—¿Seguro que usted no viene a trabajar? —dice y me mira como diciendo  “Es tu última chance”.

—Yo solo vengo a divertirme, como cualquier espectador.

—Ajá, bueno. Va a tener que acompañarme por aquí. 

Firmada la sentencia. Eso es justo lo que no tenía que suceder. Ahí nomás se me terminan las ínfulas de diva. Tengo que seguirla hasta una pequeña sala de detención. Me hace entrar y dice:

—Tiene que esperar aquí hasta que sea llamada.

Entro en la sala con la cabeza gacha de la vergüenza. Cuando levanto la vista me encuentro con una escena que parece sacada de algún libro de García Márquez. Una negra enorme de colores exuberantes ocupa el primer plano. Parece Cesárea Evora en su juventud, un poco menos entrada en carnes. Me sonríe simpática y con esa gracia que solo tienen las africanas me da la bienvenida con un gesto que es casi una reverencia. “¡Qué bellas son las africanas!”, pienso. Yo respondo a su sonrisa todavía un poco aturdida por la visión casi surreal. 

En los asientos del lado izquierdo de la sala de espera hay una pareja, también de africanos. El parece muy enfermo, ella es bastante mayor y está pendiente de cada uno de sus movimientos, sus gestos y sus quejidos. Visten muy formales de negro estricto, parece que en cualquier momento se ponen a entonar un Gospel. Me quedo pasmada en medio de la sala, más impresionada que asustada. Miro a mi alrededor: hay una veintena de butacas negras de cuero, un escritorio vacío, en el lado izquierdo hay un tabique de vidrio blanco (seguro que del otro lado nos pueden ver) y cerca mío un expendedor de agua. Me sirvo y me siento discretamente en el sillón del extremo derecho. Me escondo un poco detrás del vaso para disimular mi bochorno y me dispongo a enfrentar mi suerte.

La abundante africana me pregunta por qué estaba ahí y yo le respondo con la versión oficial. Entonces le pregunto yo lo mismo a ella.

—Yo estoy organizando mi casamiento en Sudáfrica y vine a Londres a comprarme el vestido de novia.

—¿Viniste hasta Londres solo a comprarte un vestido de novia? 

Me la quedo mirando con ojos grandes.

—Quería que fuese especial —dice y sonríe ampliamente con dientes muy blancos. Yo con semejante encanto le hubiera creído de buena gana, pero se ve que los británicos no compran buzones. Digo para mis adentros: “Se hubiera inventado algo más verosímil…”

—La pareja vestida de negro empieza a revolver todas sus cosas hasta que finalmente encuentran un frasco de medicamentos. Les ofrezco un vaso de agua. Aceptan. La señora me dice que él es su hermano, que está muy enfermo pero que igual han venido al funeral de su madre. Y como no traían invitación, no los dejan pasar.

Yo no salgo de mi asombro. ¿Cómo puede necesitar alguien una invitación para el funeral de su propia madre? Me parece inconcebible. La mujer lloriquea. Me dice: “Imagínese si no puedo despedirme de ella”. Yo la miro con expresión compungida.

Después me pongo a meditar mi defensa. Hasta ahora no tienen tanto en mi contra, tal vez todavía logro convencerlos. Podría ser una turista fanática del tango… En eso entra otro agente de migraciones, un hombre mayor de expresión empática y también rasgos hindúes. Me lleva al sector de interrogatorios. Me tiemblan las piernas. Lo sigo con titubeos. No sé cómo reaccionar.

En la sala rodeada de vidrios blancos hay dos escritorios inmensos dispuestos en L y dos mujeres: la jovencita que ya conocía y una un poco mayor de aspecto incierto. 

—Mi colega aquí es traductora. Como su lengua materna no es el inglés el protocolo obliga a que le pongamos un intérprete.

—Ah, bueno, muchas gracias. ¡Ahora sí podremos entendernos! —La miro y le sonrío. Y ella me contesta en algo muy raro que no puedo identificar. No es francés, ni catalán, ni italiano, ni portugués… ¡y mucho menos español! —Pero usted no habla Español.

—No, hablo Esperanto. 

“¿Esperanto? Pero si nadie habla Esperanto, es una lengua artificial”, pienso. “¡Ahora sí que estoy en el horno!”

Otra vez me interrogan respecto del motivo de mi viaje y yo repito lo acordado. Realmente ignoro a la intérprete porque me complica todo, entiendo mejor inglés que esa mezcla híbrida. Entonces respondo automáticamente en inglés, me retan y tengo que repetir todo en castellano, rogando que esta mujer me entienda. ¡Qué engorro grotesco!

La agente me deja terminar de hablar para humillarme al final. Me muestra el programa de las clases del festival donde ya figura mi nombre. Claro, lo había bajado de internet. “Con la frente marchita” vuelvo a la sala de detención. 

Para entonces hay caras nuevas en la sala, de Europa del Este parecen. Y se está creando una actitud gregaria en el recinto. Ya somos “nosotros” atrincherados en contra de “ellos” que nos niegan el ingreso al país. 

Es la tarde cuando entra intempestivamente un chico de pelo hasta los hombros, vestido de azul marino, con aire de vendedor exitoso (desentonando totalmente con la situación). Escanea rápidamente la sala con la mirada y me señala con el dedo.

—¡Vos sos la que habla griego! —obviamente lo dice en griego. Y a mí me agarra la paranoia. Miro para todos lados.

—Sí… pero no soy griega. 

¿Sería bueno o malo hablar griego? ¿Quién era ese tipo?

—Ah, qué bueno, yo soy chipriota. Me alegra encontrarme con alguien que habla mi idioma. 

Me distiendo un poco charlando con el chipriota. No termino de entender qué hace él aquí. ¿Chipre no es país Shengen? No estoy segura. Me da varias versiones a lo largo de la tarde. Yo le cuento las historias de los otros que están ahí.

—¿Pero vos te creíste lo del funeral de la madre? ¿No ves que el tipo tiene SIDA? Lo que quieren hacer es entrar al país para conseguir los remedios, en Africa los dejan que se mueran nomás. Esto pasa todo el tiempo. —Entonces yo los miro con otros ojos. Claro, podía ser.

—¿Y la del vestido de novia? ¿Vos qué creés?

—Que algún tornillo le falta.

—Y éstos eslavos, rusos o qué sé yo, ¿qué te parecen?

—Mmm, no sé.—Los miro con ese filtro nuevo—. Podría ser tráfico de personas, ¿no?

—Exacto, eso mismo habrán pensado los oficiales de migraciones. 

Como a las nueve me llaman de nuevo. No me queda más que capitular. Les cuento que solo he querido hacerle un favor a un amigo. Que no tengo intenciones de instalarme en el Reino Unido. Y que lo siento mucho. La oficial entiende que estoy siendo sincera. Me cree y me dice que si es por ella me da un permiso de permanencia por los cinco días del festival.

—¡Eso sería fantástico, es lo único que necesito!

—Bueno, pero no depende de mí. Tiene que aprobarlo mi superior —dice y se va. Al rato vuelve la chica, se ve medio alborotada, habría discutido con el jefe. Mala señal.

—Lo lamento mucho, pero no va a poder asistir al festival. Mi jefe no lo ha permitido —hace una pausa, como para encontrar las palabras justas—. Porque usted le ha mentido a un oficial de migraciones. —Me pongo roja. Siento las orejas calientes—. Le daremos permiso para ingresar a Londres sólo por esta noche, para que pueda irse al hotel a descansar y mañana a primera hora retornará a Atenas. Tiene que comprometerse a estar de regreso aquí mañana a las seis.

—Sí, claro. Gracias. 

Me dan mis cosas y me voy sin despedirme de mis compañeros de peripecias. Mi pasaporte tiene un sello negro que dice: “Deported

Es tardísimo y está oscuro. Me tomo un tren hasta la estación de Bayswater y de ahí un taxi hasta el hotel. Son raros esos escarabajos antidiluvianos. Son más grandes de lo que creía. Por fin llegamos. La calle correcta, pero el chofer no logra dar con el número. No sé como hacen los británicos para urbanizar, pero resulta que la misma calle da toda la vuelta a la manzana. ¿A quién se le ocurriría semejante cosa? Finalmente, ahí está el hotel. Los taxis en Londres son carísimos. Me bajo apurada y se me cae la cartera entre la calle y la vereda. Tiemblo de los nervios y me muevo torpemente.

Entro al hotel, me están esperando, ya saben lo que pasó. La oficial había llamado al organizador del evento. Horacio está ahí con cara de preocupación.

—¡Muñeca, pero qué macana! ¿Cómo estás vos? Qué mal rato te han hecho pasar… —baja la voz—. Parece que cuando llamaron acá para chequear tu reserva dijeron que eras una de las profes del Festival. ¡Lo siento mucho! 

Me abraza fuerte. Me da el dinero del pasaje y algo más para resarcirme de algún modo por el mal trago. Y se va a la fiesta de bienvenida del festival.

—No, Mari, no voy a poder verte… Sí, claro, cómo no ibas a estar preocupada… No sabés lo que me pasó. Sí, de locos. … Ay, no me digas, ¿en un restaurante Hindú? ¡Me hubiera encantado! ¡Te prometo que la próxima vez vamos seguro!

Voy a la recepción, pido un taxi para las tres y media de la mañana, una hora impía, pero no queda otra. Vuelvo a la habitación, quiero dejar todo listo. No encuentro el sobre de cartulina con los pasajes y los papeles que me dieron en el aeropuerto. Revuelvo todo. Nada. Se me habrá caído en el taxi. ¡La puta madre! ¡¿Hasta esto me tenía que pasar?!

Son las 12:30 y me toca ir a la estación de policía a hacer la denuncia. Los policías me escuchan y me miran con esa cara de vaca impávida, típica de los británicos. (Seguro que se ríen por dentro). ¡Encima tienen una lentitud! Yo tartamudeo de los nervios, del cansancio. Se me mezclan las palabras. ¡Parece que ahora yo también hablo Esperanto!

Vuelvo al hotel, me acuesto. La adrenalina no me deja dormir. Aprieto los ojos. Si no descanso, ¿cómo voy a estar al día siguiente? Suena el teléfono. Me llaman de recepción, ya está por venir el taxi. Yo no tengo claro si dormí o no. Salgo atontadísima. El taxista me espera en la vereda y agarra el portatrajes. Mientras lo acomoda en la parte trasera yo camino hacia el lado derecho del taxi.

Are you planning to drive, Ma’am? —pregunta muy “polite” el tachero. Yo abro la puerta del coche y ahí me doy cuenta de mi error. 

No, ¡I’m just an idiot! 

Cuando llego al aeropuerto voy directamente al sector de migraciones que me habían indicado. Allí me espera el conocido oficial hindú. Le cuento lo de la pérdida de los pasajes y los demás papeles. (El pasaporte, por suerte, no estaba en el sobre, así que se había salvado). Creo que se compadece de mí, me acompaña al mostrador de Alitalia, llevándome por pasadizos no permitidos a los civiles para apresurar los trámites. Obviamente emitir otra vez el billete cuesta caro.  

No me permiten embarcar con los demás pasajeros. Tengo que subir “escoltada” al avión antes de que los demás suban y me dicen que lo mismo pasaría en el transbordo en Milán. Era cuestión de protocolo. Y dale con el protocolo. Igual me siento toda una criminal. ¡Qué vergüenza!

Sin embargo, los asistentes de vuelo que me escoltan no están nada mal. El avión está vacío aún y cinco simpáticos italianos se arremolinan a mi alrededor: me traen de comer, beber, almohadas extra y me hacen bromas. Uno me guiña el ojo. Entonces me digo que tal vez vaya siendo hora de relajarme y disfrutar del viaje…

***

Todo brilla en esta noche de gala londinense. Después de la epopeya del año anterior me parece mentira estar finalmente acá.  Respiro hondo, cuento hasta tres y subo al escenario pisando fuerte.  

Share This