Que no me encuentren los Huincas… ellos no entienden nada —repite la mujer con una letanía casi inaudible que el viento sur esparce mientras despeina los pastizales—. Ay Diosito, que no me encuentren.
Se arrastra a los tumbos con los pies destrozados y el cuerpo arañado por ramas y espinas. Va exhausta porque lleva días de marcha comiendo apenas y la cantimplora hace horas que ya no tintinea. Sólo la empuja hacia adelante algo que ven sus ojos, pero que no está en el horizonte, es un espejismo de la geografía de cuarenta años atrás.
—Que no me encuentren los Huincas… —vuelve a decir Angustias, o mejor dicho Rayen, como la bautizó el malón que la robó a los quince años del fortín. Así la llamaba su hombre con esa cadencia telúrica de los idiomas cordilleranos, y así ha aprendido a nombrarse a sí misma desde entonces.
Angustias le suena opaco, colonial, demasiado ibérico para estas tierras indómitas. Angustias, ¿cómo podía ser ése su nombre? Si todo en ella era primavera; savia hirviendo de vida; verde perenne del bosque andino, igual que sus ojos. Rayen significaba flor y así la quiso su hombre y así la cuidó, como a una flor.
Angustias había nacido en Buenos Aires, hija de una familia criolla acomodada con un supuesto pasado noble. Su padre era militar y ambicionaba grabar su nombre, a fuego de Remington, en las extensiones interminables y agrestes al sur del Plata. Por eso arriesgaba su pellejo y el de su familia en lugares donde la lanza había sido la única ley.
Así una tarde de verano patagónico el viento caliente trajo al fortín, junto con la polvareda roja, el ulular aterrador del malón y entonces ya fue demasiado tarde. Angustias logró meterse en el aljibe; con el agua hasta el cuello y oyendo la matanza deseó hacerse invisible y esperó lo peor.
Cuando se hizo el silencio, un rostro aindiado de pelo largo renegrido, en vez de su reflejo, encontró una flor sumergida en el fondo del pozo: “Rayen”, le dijo y le sonrió. La llevó a su toldería y la hizo su mujer. Tuvieron seis hijos y diez nietos. Después llegaron los Huincas que arrasaron con todo y la regresaron a una civilización que ya no era la suya, con la herida mortal de haber visto perecer a sus seres queridos.
Vuelve a tropezar, cae y le faltan las fuerzas para levantarse. Se ovilla sobre sí misma y se aletarga. Le parece ver un rostro en el borde de un aljibe y siente ese aroma entrañable a fogón y a savia de la piel de su hombre. “Rayen”, escucha. Entonces comprende y sonríe por última vez.
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“Rayen” significa flor en lengua Mapuche.
“Huincas” eran llamados los hombres blancos.