Lautaro tiene cuatro añitos flamantes como su bicicleta verde, la primera. Va y viene por la vereda delante de casa. Yo tengo a la beba en brazos y lo miro como quien ve un partido de tenis.

—Mami, ahora desde arriba del todo —dice entusiasmado.

La calle tiene mucho declive, hace falta valor para largarse vereda abajo.

—Dale, te acompaño. —Lo miro seria—. Te acordás cómo se frena, ¿no?

—Claro, mami, ¿qué creés?

Y allá va raudo. Demasiado.

—¡Frená, Lautaro! —digo, pero sigue—. ¡Apretá el freno!

—¡No frena, mami!

Corro en competencia desigual; la bici en bajada y yo con la beba. Pienso en dejarla en el piso. Pero es chiquita, ¿y si se va a la calle? 

De pronto se escucha un ¡boom! Lautaro se estampa contra un auto rojo estacionado en la vereda. Cuando llego veo sangre, pero él no llora.

—Ay, hijito, ¿estás bien? —le digo mientras lo levanto del suelo.

No tiene nada quebrado. Lo abrazo y ahora sí llora. Se partió el labio, pero el casco le protegió la cabeza. Menos mal. El auto, en cambio, tiene una enorme abolladura.

—Uy, ¿está bien el nene? 

El dueño del auto viene corriendo, alertado por el impacto.

—Sí, no es grave. Pero el auto, bueno… Déme, por favor, sus datos para el seguro —le digo mientras reviso la cabeza de mi hijo.

—Sí, claro, ahí los anoto y se los traigo.

En Alemania hay seguro para todo. Hasta uno por si los niños destruyen algo. Vuelve rápido con un papelito.

Lautaro está entero. La bicicleta tiene el freno cortado aunque es nueva. Otro vecino grita desde el balcón:

—¿La llevo al hospital, señora?

—No, gracias. No es grave.

—¡Es que tengo la cabeza dura! —dice Lautaro y todos nos reímos.

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