La gente dice que no cree en las casualidades, pero después se las traga sin chistar. No se ponen a pensar –los grandes, andan siempre muy ocupados– y por eso no se dan cuenta de que, por ejemplo; la silla que se chocó papá la otra noche al salir del baño no estaba ahí cuando él entró. Que la compu se le apagó a mamá de golpe sólo porque ella se había olvidado de guardar el trabajo de toda la tarde, que si no, no le pasaba. Que el marco de la puerta se estiró unos centímetros –estoy seguro– justo para engancharme el dedito chico del pie, cuando salí corriendo de la cocina con el helado que me robé escondido bajo la remera.
Yo no sé por qué, pero mi mamá no se da cuenta de esas cosas. ¡Pobre! Se queja, sí, y rezonga, pero de ahí no pasa. Ella piensa, por ejemplo, que mi papá es torpe nomás, porque cada vez que lava rompe un plato o un vaso. Yo sé que a él no le hace nada de gracia tener que lavar los platos, aunque, claro, a veces le toca. Y no es que esté siempre en Babia, como dice mi mamá. –¿Dónde quedará Babia?– No, son los platos, estoy seguro.
El otro día estaba enojado con mi hermanita, muy enojado. Ella siempre me saca los chiches. El dragón plateado ya casi no lo puedo usar, y eso que me lo regaló mi padrino para el cumple. Pero no, che, no termino de agarrarlo, que ya empieza ella a llorisquear y a perseguirme para que se lo de. ¡Qué plomo! ¿Además, para qué lo quiere si ella no sabe jugar a los dragones? Y yo termino dándoselo porque mis papás no me creen que ella llora de puro capricho nomás, no, siempre se piensan que yo le hice algo. Igual no me aguanto sus berrinches. Esa voz de pito me taladra la cabeza.
Bueno, como decía, el otro día ella me había sacado otra vez el dragón y se iba corriendo a su habitación, yo estaba que explotaba de bronca. Entonces me pareció ver cómo el autito verde, el de las puertas que se abren y se cierran, se le cruzó en el camino y la hizo caer. Aterrizó primero con las rodillas y después quedó planchada en el piso. El dragón salió volando por el pasillo. Total que entre el llanto y mi mamá poniéndole hielo y curitas, ella se olvidó del juguete y yo me lo pude llevar, por fin, a mi pieza para dar el ataque final contra los piratas que habían tomado por asalto el castillo de lego.
La otra vez se armó la bronca con mi mamá. Ella no entendió nada. No fue mi culpa. Yo andaba con los patines por la casa llevando al gato en brazos porque me encanta verle la cara de velocidad y pasé justo por delante del escobero. Mi mamá dice que seguramente me lo choqué, pero yo sé que no, que si fuera así me habría dado cuenta. La cosa es que el escobillón de pelos negros se cruzó de golpe frente a mí, como una barrera que baja para que pase el tren y me hizo volar de la zancadilla. Por salvar al gato me golpeé los codos, pero igual me arañó del susto. Me enojé tanto que agarré la escoba a las patadas y partí el palo en dos. ¡Bien merecido que se lo tenía!
Esta noche –ya lo tengo todo planeado– voy a hacerme el dormido nomás, pero no me voy a dormir. ¡Y esta vez sí, voy a atrapar con las manos en la masa a la silla, que aprovechando la oscuridad de la casa, ataca por sorpresa a mi papá, que medio dormido, se levanta para ir al baño!