Llevamos dos o tres días así. “¿Así cómo?” me preguntó la milica que vino a la casa. Me daba mucha vergüenza contarle que no teníamos qué comer.
La semana pasada todo se puso feo para nosotros. Fue después de esa orden de quedarse adentro por lo del virus. Porque vivimos de las changas del Luis y ahora la gente no llama. Tampoco hay cartones afuera de los negocios. Fue a pedir las sobras a la rotisería de acá cerca y estaba cerrada. Por eso se vino sin nada. El y yo nos aguantamos con mate. Estamos acostumbrados. Pero la Yesi come en la escuela y ahora no hay clases. El Benja todavía toma teta. No saca nada y por eso llora a cada rato.
—Le duele la panza al chico. ¡Hacele algo! —me gritó el Luis.
—¡Tiene hambre! —le grité más fuerte yo—. Después de que le dije eso, él se fue.
Me acuerdo de que los abracé fuerte a los dos nenes y nos acostamos juntos para darnos calor. Nos quedamos dormidos los tres hasta hoy a la mañana que el Benja empezó a gritar. Le metí la teta. Después le di un mate cocido a la Yesi. Ella quería pan. No tengo a quién pedirle algo prestado acá. Son todos como nosotros.
Igual yo sabía que el Luis iba a volver. Y sí, volvió. Trajo una bolsa enorme de comida. No le pregunté nada. Lo miré nada más. Porque no necesito hablar con él para saber. Estamos juntos desde chicos.
—Está mal, Luis –le dije bajito, para que la Yesi no escuchara y empezara con las preguntas.
—Me importa una mierda. Comé vos así el Benja tiene leche —me ordenó, mientras buscaba algo en el fondo la bolsa.
—¿Te gustan, Yesi? —dijo, acercándole unas masitas de chocolate rellenas.
Desde la cocina lo miré y juré por el Gauchito Gil que no le iba a decir nada más. No sé si porque tenía la ropa sucia o la barba crecida, pero lo vi más viejo al Luis. Serían ideas mías. Sólo faltó dos días. Esa noche hice fideos con queso. Y después comimos manzanas. En la bolsa había una botella de agua para la Yesi y el Benja. Eso estuvo bueno porque el agua de acá es marrón.
Pasamos unos días contentos. Nos sentamos juntos y nos reímos de cualquier cosa. Todo es distinto cuando uno come dos o tres veces por día. Ahora el Benja ya no llora. Antes de dormir le doy una mamadera de leche en polvo que había en la bolsa.
Anoche se me ocurrió decirle al Luis que una vecina, la Zule, me contó que están dando comida. Que hay que ir a avisar que con lo del virus uno se quedó sin trabajo y ya está. Vienen y te traen.
—¿Vos te escuchás, Bety? Nosotros no necesitamos que nos den nada porque yo siempre me ocupo de ustedes. Vos sabés ¿no es cierto?
— Pero yo digo que nos anotemos igual. Así vos no tenés que salir…
— Mirá Bety, decile a la Zule que se meta la lengua en el culo, que a ustedes los banco yo —dijo tirando el único abrigo de la cama para su lado.
— No grités, Luis. Los vas a despertar. Tené cuidado con el codo, casi le das al Benja—. Desde que empezó el frío dormimos los cuatro juntos. Cuando el Luis está contento, pone a los chicos al costado y se viene al lado mío a buscarme. Hoy no creo que venga. Ya se dio vuelta enojado.
A las doce vi que quedaba poca comida. Menos mal que estamos nosotros solos. El Luis me dijo que iba a ver a la tía pero yo sé que me mintió. Hice una mezcla de polenta con unos fideos rotos arriba, sin queso. La Yeni no quiso comer. Me dijo que le daba asco, que parecía la mierda del Benja cuando tiene colitis. Y tenía razón, pero le pegué. Ella lloró mucho y arriba de ella lloraba el Benja. Él ya no tiene leche en polvo. Los abracé tanto a los dos que casi los ahogo. No quería que cuando viniera el Luis se diera cuenta de que ya no había nada. Por eso nos acostamos los tres apretados. Le puse la teta al Benja. Después de un rato la Yesi se cansó de llorar y se durmió. Yo no me pude dormir pero igual me quedé acostada.
No sé por qué me acordé de cuando lo conocí al Luis. Vivía en la casilla al lado de la mía. A él lo crió una tía que se lo trajo de Bolivia cuando murió su mamá. Fui yo la que le empecé a hablar porque él siempre estaba enojado y mirando el piso. Después de un tiempo me contó que en su país, las mujeres no eran jetonas como yo. A mí no me importó aunque mi papá hablaba mal de él y su tía. Les decía bolitas. En esa época yo no entendía.
Entonces sonaron unos golpes en la puerta. Eran tan fuertes que parecía que me iban a tirar la casa. Acomodé a los nenes y fui a atender. Había un auto de milicos y una camioneta con muchas bolsas. Una mujer con un trapo en la boca y guantes me preguntó si podía pasar. Preguntó al pedo porque se metió y empezó a mirar todo. De arriba para abajo. Yo pensé en el Luis y le pedí al Gauchito que no le hubiera pasado nada.
—¿Cuántos viven acá? —me habló con una voz rara. Debería ser por el coso ese que le tapaba la boca.
— Cuatro. Los nenes, el Luis y yo —dije temblando.
—¿Dónde está su marido? ¿Por qué no está en cuarentena? ¿No saben que no se puede salir de la casa? —Me preguntó sin respirar—. “Si averigua por el Luis, es porque no está preso”, pensé. Mientras yo no sabía qué decirle, ella se asomó a la puerta y le gritó al de la camioneta que éramos cuatro: dos adultos, un niño y un bebé. Cuando me volvió a mirar yo le dije:
— Él fue a ver a una tía que es vieja y está sola. Nosotros llevamos dos o tres días así.
—¿Así cómo? —me dijo la milica.
— Sin saber nada de la tía del Luis. —le expliqué, mientras entró un tipo con una bolsa negra enorme y la apoyó despacito porque se rompió en el fondo. Por el agujero asomaba un paquete de masitas de chocolate.