Oscar trepa los últimos metros que lo separan del castillo de Neuschwanstein. Enclavado en la zona más verde y elevada de Bavaria, de cara al Tirol, tiene la fama de ser el más extravagante de Alemania por su estilo caballeresco medieval, aunque fue construido por encargo de Ludwig II en el último cuarto del siglo XIX.
A Oscar le resulta lo más parecido al castillo Disney que ha visto nunca, sólo un poco más lúgubre y gris. Hasta tiene un lago con cisnes y patos al frente. Cuando traspasa la arcada de la entrada y muestra su pase en la garita junto a la enorme puerta principal, piensa: “Solo falta la estrella fugaz”.
Le indican algo en alemán que él no entiende, suena a explicación o advertencia, pero él igual sonríe y asiente. De hecho es un milagro que haya llegado hasta esta esquina de Europa, habiendo recorrido ya medio país, sin decir más que un par de palabras en inglés y de alemán ni mu.
A Oscar le parece que entra en un mundo de lujos sin parangón: decoración por doquier —de dudoso sentido estético— sin dejar espacio libre a la imaginación, heroicas escenas medievales, bucólicos momentos de caza en la campiña, gran cantidad de ilustraciones de las obras de Wagner; opulencia y boato en cuadros, esculturas, muebles con intrincadísimos tallados, brocado y terciopelo de colores nobles. Va contemplando todo obnubilado y boquiabierto, con expresión hipnotizada.
Como hace caso omiso de las indicaciones de los guías y empleados del museo, pronto se aleja de los grupos de turistas, de los visitantes solitarios y hasta de los cuidadores. Cuando se da cuenta del silencio que lo rodea ya se ha quedado completamente solo.
Al principio no se extraña, espera que en cualquier momento aparezca algún oriental con su camarita incansable por entre los recovecos de los corredores, o alguna familia con gurrumines que quieren echar mano a todo elemento fantástico del castillo. Pero ni un sudoroso ciclista ni ninguna rubia de escote y trencitas aparece en su camino. Pronto el silencio se vuelve opresivo.
El crepúsculo le da un aspecto mágico al interior del castillo. Las partículas de polvo en suspensión crean una sensación de atmósfera espesa y la luz anaranjada se cuela enrarecida a través del vidrio imperfecto de dos siglos atrás. Embelesado, Oscar sigue adelante.
Se encuentra con una enorme puerta verde con herrajes y pomo de hierro forjado. “¿Será por acá la salida?”, se pregunta. Pero no hay nadie que pueda responderle, así que prueba, abre y pasa. Entra en una estancia mucho más modestamente decorada que lleva a una bifurcación donde hay tres caminos posibles, tres puertas muy diferentes entre sí en forma, tamaño y coloración. “¿Y ahora por dónde voy?”, pregunta Oscar en voz baja.
Por pura costumbre de diestro o por falta de originalidad agarra el pomo de la puerta marrón rojiza que se encuentra a su derecha. Lleva a un laberíntico pasillo de piedra oscura, sin ningún ornamento. Hace un par de pasos, se detiene, atina a retroceder. Pero al final sigue caminando.
Está tan oscuro el pasadizo de piedra que casi se cae por la estrecha escalera que vio a último momento. Siente un ruido a sus espaldas, pero en vez de relajarse pensando que pronto aparecerían turistas o empleados por el pasillo, su cuerpo se tensa aún más, porque no sólo él sino también la temperatura ha comenzado a descender.
El último escalón es más chato y largo que los demás, pero Oscar no se percata a tiempo de ello, ya que la luz que se cuela por las pequeñas claraboyas de la escalera circular ya es de un violeta mortecino. Pega un largo resbalón sobre la piedra que retumba en el castillo vacío y se escucha algo como:
— ¡Shhhh, Achtuuuung !
¿Achtung? Oscar recuerda haber visto muchas veces esa palabra escrita, con rojo y signo de admiración al final. Querría decir “cuidado” probablemente. “¡Qué raro! Los engaños de la mente”, piensa. Pero toma el consejo y camina con más precaución.
La estancia a la que arriba es como un cavernoso vivero con plantas exóticas enredadas en las paredes, columnas y vigas. No queda claro qué es arquitectura y qué es avance puro de la naturaleza sobre lo establecido. Ahí se siente un calor húmedo que no se entiende de dónde sale.
Oscar respira hondo ese aire asfixiante con un dejo dulce de putrefacción y se apresura a encontrar la salida. En el apuro y además gracias a la torpeza natural que lo caracteriza, tropieza Oscar con la lanza cruzada de una de las armaduras que guarda la salida de la selva artificial. Pronto se encuentra en un mar embravecido de brazos, piernas, espadas desafiladas, cascos y escudos de metal herrumbroso.
Esa marea metálica lo conduce rodando hasta lo que parece ser una gran sala y por fin allí quedan inmóviles, esparcidos por doquier, enormes partes de cuerpo; demasiado grandes para ser humanas, grotescamente elefantinas bajo la luz de la luna.
Oscar mira horrorizado el caos que ha ocasionado a su alrededor y teme las posibles consecuencias. “Bueno,” —piensa— “al final no es mi culpa que me dejaran solo y encerrado en el castillo”.
La sala donde está le resulta familiar, la cruza rápidamente y al transponer la arcada se encuentra nuevamente en la bifurcación de las tres puertas. “¿Cómo puede ser? ¿No había bajado una escalera?”
De pronto en algún lado del castillo se abre una ventana y un ventarrón se cuela por todas las rendijas de la cámara y de la ropa de Oscar. Las armaduras que han quedado en pie, los viejos goznes, los muebles antiguos rechinan con un sonido agudo que suena como:
—¡Links!
Esta vez Oscar entra por la pequeña puerta azul de la izquierda que lo lleva a un largo y húmedo pasadizo, que conduce finalmente a un patio interno del palacio. Oscar se apresura a salir al aire fresco de la noche. Respira un par de veces y ya se siente más libre, pero aún está dentro del castillo.
Recorre el pequeño patio buscando una salida posible, pero las puertas que encuentra están cerradas con llave. Alrededor parece un depósito de cosas herrumbradas y en desuso. “Esto no puede ser parte del recorrido,” —se dice Oscar— “tal vez nadie viene por aquí. ¿Y si no me encuentran nunca? Nadie me va a a estar buscando…” Se oyen penetrantes graznidos, posiblemente de cuervos, que reverberan en las cavernosas estancias del castillo.
Los dientes de Oscar golpetean y no es solo el frío de la noche bávara. Algo brilla al fondo del patio. Se dirige allí esperanzado pero es solo el agua de un aljibe que refleja la luna casi llena. De rabia arroja piedras al agua que parece ser muy profunda. La salpicadura más grande le moja la cara y suena como:
— ¡Raus!
Oscar se sobresalta, ya es mucha casualidad que los ruidos guturales del castillo suenen a palabras en alemán. Le tiemblan las rodillas y el repiqueteo de los dientes es tan fuerte que teme que se le aflojen las emplomaduras.
Cuando logra controlar el temblor y enfocar la vista, ve que una puerta lateral está abierta de par en par. “Bueno, al menos sirve de algo la brisa helada”. Sin demora, se escabulle por allí llegando otra vez a la sala de las bifurcaciones. Allí abre Oscar, por fin, la tercera puerta, la del medio, la más pequeña y menos atractiva, sin pomo de hiero forjado con incrustaciones, ni colores estridentes.
Es una salida de emergencia, de un discreto gris verdoso como la pared de piedra, y arriba de ella, el cartel luminoso verde con el hombrecito que corre, no se ve porque está apagado. Esa abertura lo lleva finalmente a la libertad, fuera del peculiar castillo, a salvo.
***
— Eh, Fritz —dice un guardia nocturno al otro—. Du muss damit aufhören, der arme Kerl ist fast an Herzinfarkt gestorben!
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Achtung- cuidado
Links- izquierda
Raus- fuera
Du muss damit aufhören, der arme Kerl ist fast an Herzinfarkt gestorben! – ¡Tienes que dejar de hacer eso, el pobre tipo casi se muere del infarto!